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29 Ene Blue Chips (Ganar de cualquier manera)
Blue Chips (Ganar de cualquier manera)
I
Cine y deporte, cine y baloncesto
Existen dos maneras básicas de juzgar Blue Chips, una es como película en sí misma, es decir con criterios exclusivamente fílmicos, y otra es en tanto que film deportivo y, en concreto, de baloncesto, es decir en función de su contenido. Para el cinéfilo o para el crítico de cine, incluso para el historiador cinematográfico, el interés de esta película es casi nulo, ora desde una perspectiva estética, ora desde un enfoque narrativo. Artísticamente no tiene prácticamente nada que ofrecer y su principal valor radica en contextualizarla dentro de la filmografía de William Friedkin, en una etapa, los años noventa, en donde el experimentado cineasta pasaba por una crisis creativa en la que optó por no caer en la prematura decadencia profesional.
Por tanto Blue Chips es, básicamente, un producto industrial o comercial en la maquinaria de Hollywood, de la que Friedkin se vale únicamente para seguir a flote entre los directores que producen películas rentables para el mercado masivo o global, como ya era el de 1993, durante cuyo verano se rodó el film. Cuando escribo estas líneas, en abril de 2017, quedan pocos meses para que Friedkin cumpla ochenta y dos años y parece retirado del cine, toda vez que su último film, Killer Joe, se presentó en Venecia el 8 de septiembre de 2011, es decir, hace seis años que no estrena película. Sin embargo, cuando filmó Blue Chips, en el verano de 1993, Friedkin acababa de cumplir cincuenta y ocho años, una edad de madurez creativa en la que, sin embargo su cine daba signos de agotamiento. En el caso que nos ocupa pareciera que se limitaba a un encargo hecho con corrección. En general, a cada nuevo visionado de la película, de cualquiera de sus películas de los años noventa, desde La tutora a Jade o Reglas de compromiso, parecía que su cine estaba en punto muerto, sin inventiva formal y las supuestas ‘moderneces’ de esas películas en realidad escondían el extravío de un director que no sabía bien qué quería contar. Quedaba muy lejos de sus logros de los años setenta, algo innegable y común a otros directores norteamericanos de su generación.
La segunda manera de abordar Blue Chips como espectador es en tanto que película de baloncesto, subgénero dentro de otro subgénero, el del film deportivo. No es casualidad que su guionista fuese Ron Shelton, un ex jugador de béisbol que se hizo con un hueco en la industria del cine a través de sus libretos de películas deportivas, muchas de ellas incluso dirigidas por él. Shelton dirigió y escribió films de béisbol, golf, boxeo, baloncesto y otros deportes, casi siempre con éxito en taquilla, como pone de manifiesto Tin Cup o la popular Los búfalos de Durham. Dos años antes Shelton había triunfado con Los blancos no la saben meter (White Men Can Jump, 1992), escrita y dirigida por él mismo. No sabemos por qué los estudios no le confiaron a Shelton la dirección de Blue Chips y optaron por Friedkin, pues las diversas escenas de basket y el conjunto en general es notablemente superior en el film precedente que en el que nos ocupa. Friedkin, además llevaba sin trabajar para el estudio Paramount Pictures desde 1977, cuando estrenó Carga maldita (Sorcerer, 1977), remake de la obra maestra El salario del miedo (Le salaire de la peur, 1953) de Henri Georges Clouzot. Las malas lenguas comentaron que había sido decisión de su esposa Sherrry Lansing, que había sido nombrada CEO Directora Ejecutiva del estudio ese mismo año (su mandato fue efectivo desde 1994 hasta 2006, años en los que reflotó económicamente la compañía, dicho sea de paso, con grandes éxitos de taquilla), algo que al parecer se confirma en el libro de memorias de Friedkin, The Friedkin Conneciton: A memoir (Harper Collins, Nueva York, 2013). Friedkin y Lansing se habían casado el 6 de julio de 1991 y se divorciaron en abril de 2013.
Las películas de baloncesto (basketball movies) carecen de la épica y el dramatismo de los films de boxeo, pongo por caso, pues su propia idiosincrasia social es notablemente diferente. (El boxeo es sin duda el deporte que más y mejor ha sido retratado por el cine, pues su épica de ascensión y caída, ya tópica, lo hacen ideal para un modelo dramático, incluso para la novela o el relato corto.) Lo mismo ocurre con el billar, el automovilismo, el karate y las artes marciales o el maratón. Es difícil que exista una película de baloncesto de la calidad de El buscavidas (Robert Rossen, 1961), ambientada en el billar, o Carros de fuego (Chariots of Fire, Hugh Hudson, 1981), ni por supuesto las grandes obras del boxeo, pensemos en The Champ (primer éxito del cine sonoro ambientado en el boxeo), Iron Man (cinta olvidada de Tod Browning por cierto), Gentleman Jim, Kid Galahad, Cuerpo y alma, El ídolo de barro, Combate trucado, Marcado por el odio, Réquiem por un campeón, La gran esperanza blanca, Fat City, Rocky, Campeón, Toro Salvaje (quizá la mejor película de boxeo y de Scorsese, y mucho más que eso), Huracán Carter, The Boxer, Cinderella Man, Alí, Million Dollar Baby, The Fighter, etcétera, etcétera. Pensemos que incluso el jovencísimo Hitchcock se interesa por el boxeo ya en 1927 –The Ring–, al igual que Rouben Mamoulian en 1939 –adapta a Cliffor Odets en Golden Boy– o Stanley Kubrick en 1951 –en el documental pionero Day of the Fight–, e incluso en el período mudo tenemos a Buster Keaton y su Battling Butler (1926). Y no olvidemos que Visconti crea Rocco y sus hermanos, una de sus mayores obras maestras y crítica social brutal, a partir del personaje protagonista, un boxeador interpretado por Alain Delon llamado Rocco. Aún está por escribirse, que yo sepa, un libro sobre “Cine y boxeo en el cine americano”. En las cintas de baloncesto no hallaremos jamás la tensión y la épica del boxeo, películas que gustan incluso a los que detestan o desconocen todo del boxeo, o precisamente gustan más a éstos que a los que sí son aficionados. El cine se fijó tarde en el basketball, a partir de los años setenta y ochenta principalmente, aunque este deporte, el segundo en popular mundial, se inventó en 1891 y en seguida ocupó un lugar destacado en la formación universitaria estadounidense y en el deporte profesional, a partir de la creación de la NBA en 1946.
Me encuentro en una postura incómoda para analizar este film Blue Chips, que he visto en tres ocasiones, debido a mi doble condición, la académica, de historiador de cine, y la personal, de aficionado al baloncesto desde hace más de treinta años y de ex jugador en el ámbito colegiado provincial y federado autonómico. Pero quizá esta particularidad personal, que en nada debe interesar al lector, me permita escudriñar esta obra de Friedkin con otros ojos, con enfoques diversos y mente más despejada, acaso desprejuiciada. Pensemos en qué lugar ocupa en el canon de películas de baloncesto Ganar de cualquier manera, ¿qué aporta al cine deportivo y al baloncestístico en concreto? Casi todas las películas centradas en deportistas se plantean su argumento como una metáfora de vida, pruebas a superar que los protagonistas deben trasladar de la pista, de las canchas, a la vida real, futuras profesiones o ámbito familiar o social, tanto da. Esta película de Friedkin no se centra en los baloncestistas sino en su entrenador. Al ambientarla en el mundo universitario los pupilos del coach son en el fondo sus hijos deportivos, con lo que las lecciones paterno-filiales serán constantes, al igual que los conflictos. El cine comercial de ficción no había prestado una atención especial al baloncesto hasta los años setenta, generalmente en clave de comedia, como demuestran la divertida Canasta de sueños (Fast Break, 1979), de Jack Smight o la trepidante De pelo en pecho – Teen Wolf (Teen Wolf, 1985), de Rob Daniel, con un Michael J. Fox como ídolo juvenil que triunfaba con Regreso al futuro (Back to the Future, 1985, Robert Zemeckis). Cine de una época que ha envejecido muy mal. Hasta que llegó Hoosiers: Más que ídolos (Hoosiers, 1986), de David Anspaugh, un bello drama baloncestístico ambientado en un high school de Indiana, protagonizado por un Gene Hackman desbordando talento interpretativo. Hoosiers era, es y, mucho me temo, será la película definitiva sobra baloncesto, sobre los valores, la ética y el amor al trabajo y al compañerismo que posee y transmite este bendito deporte. Hoosiers es de esas películas pequeñas, sin aparentes pretensiones, que sin pretender sentar cátedra acaban haciéndolo (como casi siempre ocurre en el buen cine), sin ninguna pretenciosidad alcanza lo más profundo del espíritu humano, la verdad artística. Por supuesto su mensaje y su acabado estético van mucho más allá del baloncesto o del deporte, pues habla de ti y de mí, de todos nosotros. Con este nivel insuperado, con el listón tan alto, las demás películas que se hiciesen en los próximos treinta o cuarenta años deberían abordar este deporte desde otras perspectivas, adoptar nuevos enfoques y quizá lograr otros alcances. Blue Chips tiene el mérito de intentar eso, en este caso en el ámbito del corrupto baloncesto universitario, pero no lo consigue ni de lejos. La citada Los blancos no la saben meter, estrenada el año anterior, en 1992, sí lograba imbuir al espectador, fuese aficionado o profano, al espíritu del baloncesto callejero o street basket, de donde han salido no pocos jugadores profesionales, dicho sea de paso. También merece rescatarse del olvido cinéfilo y baloncestístico Pistol: The Birth of a Legend (1991), dirigida por Frank C. Schroder y que se centraba en la infancia y juventud de uno de los mayores talentos que jamás han pisado una cancha de baloncesto, Pete Maravich, apodado The Pistol. Para colmo, el paso del tiempo hizo aparecer otras películas en los años noventa y primera década del siglo XXI que han hecho parecer aún más innecesario el film dirigido por Friedkin. Empezando por la dramatización de la vida de Earl Manigault apodado “The Goat” (La cabra), un ex drogadicto y ex convicto que sale de la cárcel y dedica su vida a los niños y adolescentes de Harlem, a sacarlos de las calles y que se centren en el baloncesto y los estudios. El film se llamaba Rebound: The Legend of Earl ‘The Goat’ Manigault (1996), dirigido por Eriq La Salle, y su actor principal era el estupendo Don Cheadle. Después vendría otra gran película de baloncesto, Una mala jugada (He got the Game, 1998), de Spike Lee, con Denzel Washington y Milla Jovovich, de calidad dramática y rigor baloncestístico (no en vano Lee es el seguidor más célebre y fiel de los New York Knicks de la NBA); estrenada en la época de mayor difusión global del baloncesto, cuando Michael Jordan –considerado por muchos, entre los que me cuento, no sólo el mayor baloncestista de la historia sino el mejor deportista y el más competitivo de la historia del deporte– lograba su sexto y último campeonato de la NBA con los Chicago Bulls: en la película aparece el jugador de baloncesto Ray Allen, que por entonces acabó su periplo universitario y era rookie (novato) en los Milwaukee Bucks de la NBA y que en las próximas diecinueve temporadas –nueve de ellas seleccionado All-Star– se convertiría en el baloncestista que más triples ha anotado en la Historia de la NBA y en uno de sus escoltas (point-guards) más destacados (ganó dos campeonatos, con Boston Celtics y Miami Heat, ya al final de su carrera). Una década después nos encontramos con la interesante Entrenador Carter (Coach Carter, 2006), de Thomas Carter, con el siempre correcto Samuel L. Jackson de entrenador protagonista, otra buena película de este subgénero de cine deportivo. Tampoco quiero olvidarme de esa rareza fílmica que pasó casi desapercibida titulada O (2001), dirigida por el inteligente actor, director y productor Tim Blake Nelson, y que en España se estrenó casi de tapadillo con el título de Laberinto envenenado: narraba una historia a medio camino entre el drama adolescente y el thriller con una propuesta inaudita, trasladar el Othello shakespeariano a un instituto norteamericano y al entorno de su equipo de baloncesto high-school. Por supuesto hay muchas más, pero ya no compete a este texto y a este cronista el glosarlas. Muchas de esas películas reflejan el mundo social afroamericano, por ser los baloncestistas de raza negra casi siempre los grandes dominadores de este deporte, al menos en los Estados Unidos.
II
El actor-estrella
¿Qué podemos decir de Nick Nolte? Como actor no vamos a descubrirlo. Ha aparecido en un centenar de películas, telefilmes y series. A sus setenta y seis años cuenta con medio siglo de experiencia como actor y es una estrella de Hollywood desde hace treinta años como mínimo. Su talento está fuera de toda duda. Sin embargo, hay un “pero”, un no sé qué que a veces te aleja de la película. Tiene que ver, por su puesto, con su magnetismo y su energía desbordante, su peculiar manera de hablar, de mirar, de gesticular con sus músculos faciales. Le ocurre algo parecido a lo que sucede con Jack Nicholson, compañero generacional por cierto. Al ver esta película se acentúa ese pero, ese defecto. Uno tiene la sensación de estar viendo una gran interpretación, pero, precisamente por ello, parece que se come la película. No es sólo que se coma casi literalmente a los demás personajes sino a la propia narración, al drama escenificado a veinticuatro fotogramas por segundo. No podemos decir que no “borde el personaje”, porque lo hace, pero precisamente por eso, ¿cómo sería esa película con otro actor? ¿Igual, mejor, peor? No lo sabemos. Pero por comerse, Nick Nolte se come hasta a su director, William Friedkin y, que me perdonen los fans de ambos, pero parece que Nolte dirige a Nolte, que se dirige a sí mismo y que Friedkin, sin ser un artesano que “pasaba por allí” se limita a encuadrar y registrar con la cámara (además de que algunos planos demasiado televisivos y cortos afean el conjunto aunque potencien la interpretación tan “moderna”, y en el fondo tan anticuada). Estoy seguro que muchos lectores y espectadores estarán en desacuerdo con este comentario, pero no podía soslayarlo. Aun así, justo es reconocer que el entrenador Pete Bell (coach) y su épica renuncia –y denuncia– del podrido sistema baloncestístico universitario, la liga NCAA (que oficialmente es amateur y estudiantil pero que en la práctica es una liga semiprofesional desde los años ochenta), son la base que sustenta casi toda la película y poca gente como Nolte para insuflar vida a un tema tan socorrido, el de la desgraciada y nefasta corrupción. La codicia frente a los ideales. Un tema por el que Friedkin siempre se ha interesado.
III
Las estrellas de la canasta
Shaquille O’Neal y Anfernee “Penny” Hardaway. ¿Qué decir de estos dos compañeros dentro y fuera de la pantalla, en la vida fílmica y en la real baloncestística? Como actores son tan malos que no se puede decir ni que sean actores. Pero qué duda cabe de que eran necesarios para promocionar una película entre los aficionados al baloncesto, que sin duda, entonces como ahora, son bastantes más que los cinéfilos de la tribu (algunos, insisto, estamos en ambos grupos, con pueril ilusión). Para el aficionado Saquille y Penny son un gancho comercial ineludible, aunque para los mitómanos del deporte aún lo serás más ver a Bob Cousy, mítico base ganador de los Boston Celtics, o a un Larry Bird entrañable en su Indiana natal; la lista de cameos es amplia: jugadores de la NBA como Marques Johnson, Kevin Garnett, Allan Houston, Bobby Hurley o Rick Fox, entrenadores universitarios como Jerry Tarkanian, apodado el tiburón, Rick Pitino, Dick Vitale, Jim Boeheim y, por supuesto, Bob Knight, apodado The General, mítico entrenador de los Hoosiers de Indiana, que se retiró en 2008 como el entrenador que más partidos había ganado en la historia de la competición universitaria (hoy sigue siendo segundo, tras su pupilo Mike Krzyzewski, de Duke, asimismo seleccionador estadounidense). Es un ejercicio divertido y hasta entretenido verlos y reconocerlos, al menos para el aficionado de pro. ¿Pero qué ocurre con el cine? Éste es un libro de cine y además sobre un cineasta de calado. En ese caso, vuelvo a insistir, lo mejor es pasar página. La película no aporta nada al arte del cine, ni a la industria (ni por supuesto lo pretende) y muy poco a su carrera: un trabajo de encargo como otro cualquiera, ni más ni menos.
IV
Recepción crítica
El estreno en Estados Unidos, en febrero de 1994, y en la mayoría de los países fue Blue Chips, aunque en España se estrenó como Ganar de cualquier manera y en México como Todo por ganar (similares al estreno italiano como Basta vincere o el portugués Vitória a Qualquer Preço). Las críticas en Estados Unidos en el momento de su estreno fueron variadas, pero ni las malas decían que la película fuese pésima ni las buenas que fuese excelente. En la prensa española las reseñas eran más informativas que analíticas, es decir, bastante neutras. El tiempo transcurrido no ha variado esa impresión. Si uno visita hoy los portales de internet de referencia, “imdb.com” y “rottentomatoes.com” verá respectivamente una puntuación en torno al seis sobre diez y del treinta y siete por cierto entre los críticos, respectivamente (del 52% en el caso de los que puntúan los internautas). Es decir nada del otro mundo. Un film entre cien mil.
Este texto mío es un capítulo del libro colectivo William Friedkin. Vivir y morir en Hollywood (Ed. Ultramundo, 2017).
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