Interiores

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Interiores

Séptimo largometraje de Woody Allen como director, Interiores es la primera película escrita y dirigida por él en la que no aparece como actor. Y este no es un dato intrascendente. Tras la triple nominación al Oscar por su anterior film, Annie Hall (director, guión y actor principal, algo que no conseguía nadie desde el Welles de Ciudadano Kane), Allen pretendió dar un giro a su carrera y salirse del género cómico, experimentando con un drama existencial escrito al modo de su mayor influencia cinéfilo-intelectual, Ingmar Bergman. Hasta tal punto Allen considera a Bergman como “el más grande de los cineastas” que en muchas de sus películas ha contratado a su operador habitual de fotografía, Sven Nykvist.[1] La fusión entre el agudo retrato de pareja sentimental unida a la crónica familiar (con flash-backs continuos sin distingos estilísticos entre pasado y presente, piénsese por ejemplo en la impronta de la bergmaniana Fresas salvajes) dotan a Interiores de un halo de cinéma d’auteur carente en sus seis películas anteriores. Una reflexión existencial que, aunque Allen trate de homenajear, no es del estilo de Bergman stricto sensu, pues en donde el maestro sueco proponía silencios, juegos de miradas y contraplanos, el autor neoyorquino irrumpe con su habitual profusión de ingeniosos diálogos, marca de la casa. Quizá excesivos diálogos para ese argumento, pero eso es algo inherente a Allen. Él mismo ha reconocido algunos defectos formales.

“Desde Interiores he progresado mucho respecto a saber qué resulta más entretenido cuando no se utiliza el humorismo. Estamos en un negocio para públicos de masas, e Interiores tuvo tanto éxito como esas películas extranjeras que a mí me encantaban [nota: en los años sesenta y setenta Bergman era autor muy seguido en los círculos cultos de Nueva York], aunque debo reconocer que adolecía de numerosos defectos en la dramaturgia; por ejemplo, introduje el personaje de Maureen Stapleton [Pearl, la mujer más joven que se casa con Arthur, el padre de las tres hermanas protagonistas] demasiado tarde.”

Tras el visionado de la película, leo y analizo su guión. Uno tiene la sensación de que el inicio de su escritura tenía unos parámetros formales más minimalistas, escuetos, como si todo se sugiriese con el uso del espacio fílmico (incluida la naturaleza circundante y la climatología), el sonido ambiente, lo saltos temporales a la infancia de las protagonistas, la omisión más que la inclusión…, pero a medida que Allen escribía el guión aparecía su verdadero “yo”, ese que nunca ha podido ocultar en su cine (¿o no ha querido? ¿será que ese yo es, de facto, su cine?) y los personajes que bullían por su cabeza, especialmente los femeninos, -Flyn, Joey, Eve- tuviesen la necesidad imperiosa de explicarse mediante diálogos o monólogos, en suma mediante la palabra. Y ése es, precisamente, el meollo crucial del cine de Allen, la ambivalencia entre la imagen y la palabra (pensemos en Billy Wilder), entre el texto y su interpretación cinematográfica. En ese sentido Interiores, pese a ser una gran película, denota una mayor tosquedad, una ausencia de depuración formal en su dramaturgia que Allen irá perfeccionando en otras obras de mayor calado existencial, si cabe, films futuros en los que la reflexión más honda no está tan reñida con su estructura narrativa, ergo, la magistral Otra mujer (Another Woman, 1988) o Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), acaso sus cimas dramáticas dentro del (mal) llamado, si se me permite la expresión, cine serio. Por eso no es casualidad que en Otra mujer, al igual que en Interiores, tampoco Allen quiera aparecer como actor, y en Delitos y faltas apenas sea un secundario, dejando el peso del papel con mayor calado psicológico (el de Judah Rosenthal) a Martin Landau. Esa intención de asirse a ese otro cine tendente a lo trascendental (no olvidemos que Paul Schrader publica su Trascendental Style in Film en Nueva York en 1971; su lectura marcó a Allen) ya se manifiesta previamente en el párrafo de apertura del guión, perfectamente trasladado a imágenes fílmicas.

“El mar. La costa de Long Island. Un día gris, que realza la belleza del paisaje, y especialmente la vista de una casa a orillas del mar, aislada pero muy bonita. La casa, que vemos primero desde el exterior, es espaciosa y ocupa una respetable extensión de terreno. La localización que necesito es posiblemente Cape Cod más que en Long Island, pero eso puede decidirse más adelante. Descrito el ambiente que componen la casa elegantemente aislada, el hermoso paisaje que la rodea, el rumor de las olas y los chillidos de las gaviotas, pasamos al interior de la vivienda.”[2]

El espectador ya está predispuesto a lo trascendente, a la digresión vital, como constata Allen de inmediato en el tercer párrafo / secuencia.

“Joey se asoma ahora al ventanal que da al mar. Ve a unas niñas en traje de baño, que juegan, dando saltos por el agua, cuando, de pronto, algo que se parece a un monstruo emerge de las aguas. […] Joey observa esta escena, que pertenece, -como más tarde sabremos aunque no lo comprendamos ahora- a su propia infancia, un incidente que ocurrió cuando ella y sus hermanas crecían en la casa.”[3]

Silencios y diálogos. Sueños y pesadillas. Traumas y terapias. Éxitos y fracasos. Asistimos a un mundo difícil, abrupto, en el que las dificultades, una vez colmadas las aspiraciones materiales e ignoradas las espirituales (la presencia / ausencia de Dios es el eje del cine de Bergman, en Allen Dios apenas aparece y si lo hace es casi un fantasma antropológico), parecen partir y concluir en el propio ser humano, son los hombres y mujeres las que, con sus actos, parecen enredar sus vidas hasta límites insospechados. En este caso se vale de un grupo de tres hermanas, Flyn (Kristin Griffith de adulta, Nancy Collins de niña), Joey (Mary Beth Hurt / Missy Hope) y Renata (Diane Keaton / Kerry Duffy). Tres protagonistas que representan tres arquetipos de mujer urbanita de clase media-alta, con sus miedos, anhelos y preocupaciones, irremediablemente ligadas a las relaciones conyugales o paterno-filiales. Lo que parece decirnos Allen en Interiores es que todos somos presos de nuestro pasado, nuestros recuerdos  (en algunos casos traumáticos), la familia, la sociedad y la cultura en la que hemos crecido, parece esbozar una tímida tesis que defiende la idea de que el hombre no es ese ser tan libre que se pretende sea, estamos atrapados en nuestras propias miserias familiares, en ocasiones hasta desembocar en las neurosis de la vida adulta. El final del film, esencialmente paramnésico, parece reincidir en este aspecto y en el fenómeno del eterno retorno del tormento, paladeando por tanto una extraña sensación de déjà vu; extraña pero próxima, por conocida.

“Renata toma cariñosamente a Flyn del brazo y se une a Joey. Todos dejan la casa. Van hacia los coches. Vemos la casa por última vez. Las olas.”[4]

FICHA TÉCNICA-ARTÍSTICA

Título original: Interiors. Año: 1978. Director y guión: Woody Allen. Intérpretes: Kristin Griffith, Mary Beth Hurt, Richard Jordan, Diane Keaton, E.G. Marshall, Geraldine Page, Maureen Stapleton, Sam Waterston, Missy Hope, Kerry Duffy, Nancy Collins, Penny Gaston, Roger Morden. Fotografía: Gordon Willis. Duración: 93 minutos. Productor: Charles H. Joffe, Jack Rollins (no acreditado), Robert Greenhut (productor ejecutivo).

[1] Aquí Allen contrató por segunda vez (la primera había sido en Annie Hall) al talentoso operador Gordon Willis (Queens, New York, 1931), director de fotografía de la saga El padrino, con excelentes resultados. No es difícil detectar las diferencias de estilo en la iluminación entre Nykvist, Willis o Carlo Di Palma.

[2] Allen, Woody. Interiores, Trd. José Luis Guarner, Cuadernos ínfimos, núm. 97, Editorial Tusquets, Barcelona, 1985. 104 pp. P. 11.

[3] Ídem. P. 12.

[4] Ídem. P. 104.

Diego Moldes
diegomoldes@hotmail.com
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